En el pasado mes de febrero muchos pensamos que la renuncia del Sumo Pontífice, cuyo anuncio hizo crujir los cimientos de El Vaticano, sería la noticia más desconcertante que recibiríamos en mucho tiempo. No hay duda de que el vendaval que está desmoronando las reglas inamovibles de una institución milenaria como lo es la Iglesia católica representa un desafío sin precedentes. Sin embargo, otro anuncio reciente, de repercusiones menos espirituales pero cuyo alcance es más general y tenebroso, puede tener para el mundo entero efectos realmente sobrecogedores.
El presidente de los Estados Unidos de América acaba de informar que fue investido en su país del poder legal que le permitirá ordenar ejecutivamente ataques informáticos (hacking) a sistemas que utilicen tecnologías de información en cualquier país del mundo. En su declaración el presidente Obama justificó el uso del hacking con fines bélicos al catalogarlo como actos de defensa de los ataques que los Estados Unidos han recibido en su sistema de defensa, sus oleoductos y su red eléctrica y advierte que existe el peligro real de que nuevas arremetidas se orienten al colapso del tráfico aéreo y de la red de distribución de agua potable.
Esta declaración eleva a un plano formal y, además, hace pública la feroz guerra cibernética que lleva varios años desatada entre diversos Estados, cuyas bajas no se suelen calcular en vidas humanas sino en pérdidas económicas que son el producto de dos formas de acción: el sabotaje a sistemas gubernamentales y empresas o el espionaje informático que permite obtener y explotar -o vender al mejor postor- los secretos industriales más codiciados del mundo.
Según el informe Mandiant, dado a conocer el pasado 19 de febrero, los daños a la economía estadounidense ocasionados por la guerra cibernética alcanzaron la cantidad de 300.000 millones de dólares y fueron la consecuencia de ataques a más de ciento cuarenta empresas que controlan tecnología de punta en materia de defensa, energía, alimentos, medicinas, finanzas, sin omitir, por supuesto, las emblemáticas como Google, Microsoft, Apple, Facebook, Twitter o The New York Times.
Tanto el informe como la prensa que ha reseñado el tema enfatizaron el poco cuidado que los hackers han puesto en ocultar su procedencia. El grupo que más destaca ha sido identificado como la Unidad 61398 del Ejército de Liberación Popular con sede en Shanghái, entre muchos otros que operan en la misma China. La indiscreción aquí parece ser una buena forma de escalar posiciones en este negocio.
Los estadounidenses tampoco han hecho demasiados esfuerzos para desmentir un ataque catastrófico que se les atribuye en cooperación con los israelíes y que ocasionó retrasos en el programa nuclear de Irán. El sabotaje consistió en la introducción de un software malicioso indetectable llamado Stuxnet que dañó las centrifugadoras y paralizó la planta de Bushehr.
Lo cierto es que, según la revista Foreign Affairs, hay ciento veinticuatro países perfectamente pertrechados para intervenir en esta guerra, que ya se ha manifestado en ataques recíprocos entre los Estados Unidos y China -aunque el botín tecnológico de esta última sea menos jugoso-; entre India y Pakistán, entre Israel e Irán y entre las dos Coreas.
En los mismos días hubo más anuncios, no tan bélicos, pero igualmente retadores en materia tecnológica. El Foro Económico Mundial describió, dentro de las nuevas tendencias del año, la impresión 3D (creación de objetos sólidos mediante una impresora), los materiales que se arreglan solos, la conversión de dióxido de carbono en combustible y el reciclaje de residuos nucleares, entre otras novedades ya desarrolladas.
Y mientras éste era el tenor de las noticias en el mundo, aquí el gobierno rivalizó con la suya cuando anunció muy orondo, en cadena nacional, que Venezuela adoptó el formato digital para la televisión abierta, lo cual representaba para nuestro país algo así como el arribo a nuestra independencia y supremacía tecnológica en el mundo. Nadie explicó qué fue lo que inventamos puesto que el protocolo de transmisión es japonés, los decodificadores, brasileros y las antenas, argentinas. Tampoco nos informaron cómo fue que nos adelantamos al resto del mundo si nos estamos incorporando al tema con más de diez años de rezago. Lo que sí podremos comprobar pronto es cómo se verá nuestro atraso en el nuevo formato.
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