La reciente profusión de vídeos, grabaciones, captura de mensajes de datos y otras formas de intrusión, así como la divulgación de su contenido, realizados sin el consentimiento o, peor aún, sin el conocimiento de las personas cuya intimidad se vulnera, dejan una sensación de indefensión ante la potestad omnímoda que confiere el tener acceso a las tecnologías apropiadas sin que se vislumbre el ejercicio de algún control que delimite el alcance y las razones que justifiquen ese acceso y, mucho menos, sin que haya señales de la exigibilidad de las responsabilidades que corresponden en esos casos.
A partir de la irrupción de las tecnologías de información y comunicación no sólo cambió la manera de registrar y compartir con otros nuestros pensamientos sino que, en paralelo, surgió la posibilidad de que un tercero los capturase apenas se convirtiesen en imágenes o en palabra oral o escrita. Los expertos en el área suelen ser drásticos; dicen que la única forma segura de que algún tema delicado se mantenga en privado es dejarlo guardado en nuestra mente.
La posibilidad de captura, desvío, modificación, supresión y envío remoto de cualquier dato o información, independientemente de donde provenga, sea una conversación telefónica o presencial, un correo electrónico o cualquier otra manifestación susceptible de ser percibida, dejó de ser ciencia ficción hace más de veinte años para convertirse en una realidad tangible. Sin embargo, así como es sano y prudente internalizar el hecho de que existe la posibilidad técnica de verlo, oírlo y saberlo todo sobre los demás dependiendo de las circunstancias -por más íntima que sea el área escudriñada-, otra cosa es que aceptemos como práctica normal e indiscriminada el fisgoneo en nuestras vidas y en las de los otros y que nos resignemos así como así ante las intrusiones abusivas de quienes ostentan un poder circunstancial. No en vano, desde la década de los noventa, en todo el mundo se analizan las implicaciones de las tecnologías de información y comunicación y su impacto en el derecho a la privacidad de las personas, esfera que no puede ser desconocida o minimizada en forma desproporcionada al punto de hacer invivible la existencia de un individuo.
Ya para el cambio de milenio, en muchos países el reconocimiento expreso del derecho a la intimidad y su protección ante los embates de estas tecnologías dejó de ser una curiosidad académica para convertirse en normativa de obligatorio cumplimiento. Conceptos como el de habeas data, que consiste en el acceso que todo ciudadano debe tener a la información que exista sobre sí mismo en cualquier base de datos, pública o privada -además de poder exigir que sea suprimida o modificada si es errónea o maliciosa-, se concretó como un derecho constitucional en muchos países, derecho que se acompañó con las respectivas leyes de protección.
Venezuela, legislativamente hablando, no se quedó atrás y se actualizó totalmente. No solo acogió el habeas data en la Constitución del 99 sino que allí mismo consagró la inviolabilidad de las comunicaciones privadas “en todas sus formas” y la obligación de preservar, aún en caso de un juicio, el secreto de lo privado que no guarde relación con el proceso. También se le dio rango constitucional al derecho a la protección del honor, vida privada, intimidad, propia imagen, confidencialidad y reputación y, para ello, fijó limitaciones expresas al uso de la informática para garantizar “el honor y la intimidad personal” de los ciudadanos y el “pleno ejercicio de sus derechos”.
Además, desde 2001, Venezuela le dio protección penal a estos derechos a través de la Ley Especial contra los Delitos Informáticos que contempló tres delitos perseguibles de oficio: la violación de la privacidad de la data o información de carácter personal, relativo a cualquier forma de captura de datos personales incorporados en un sistema; la violación a la privacidad de las comunicaciones, donde se previó la punibilidad de cualquier forma de acceso, captura, interferencia o modificación de una comunicación ajena y, por último, la revelación indebida de la información personal aun cuando quien la difunda no sea quien la capturó. Aquella vieja Ley de Protección a la Privacidad de las Comunicaciones, propia de la época de los “pinchazos”, quedó derogada ante la nueva tipificación que recogió las nuevas formas de cometer estos delitos.
¿Dónde radica el problema, entonces? Como vemos, no es en la legislación pero sí en otros dos factores: la conciencia ciudadana y la respuesta institucional, indispensables para que estas violaciones del derecho a la privacidad, que ya están previstas como delitos sean vistas como tales, escandalicen suficientemente a la población y exista la presión necesaria para que los órganos de investigación y el sistema de Justicia se vean compelidos a actuar. ¿Al Estado venezolano no le encanta la denuncia de Snowden? Es hora de que practique lo que predica.
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