La expresión modus operandi, cuyo uso sistemático le fue atribuido al mayor Atcherley, detective inglés del siglo XIX, quien la empleó para clasificar los diversos modos de delito que seguían un patrón idéntico y exitoso, no ha perdido en nuestros días toda su fuerza descriptiva. Hoy se usa para señalar cualquier actividad realizada bajo un esquema preestablecido que suele dar resultado, a pesar de que la acepción que recoge la connotación delictiva siga siendo, por mucho, la predilecta de todos.
Justamente, la reciente detención en territorio estadounidense de un alto funcionario adscrito a la Superintendencia Nacional de Valores de nuestro país coloca a las máximas autoridades y a los organismos de investigación de Venezuela en la necesidad de cerciorarse de si lo ocurrido fue producto de la iniciativa personal del hoy detenido o si los hechos formaban parte de un modus operandi basado en el conocimiento privilegiado de la situación del sector en su conjunto, donde el interventor de marras habría podido ser un actor concertado con otros. Al alto gobierno le conviene saberlo oportunamente, es decir, con prescindencia del manejo dosificado de la información que irá emergiendo paulatinamente de las audiencias que presidirá la jueza federal Andrea Simonton.
Por lo pronto, es bueno aclarar que desde el momento cuando un interventor es designado por el Estado venezolano para que rija los destinos de una institución que ha sido sometida, además, al control y supervisión del propio Estado es, sin lugar a dudas y por mandato de la Ley contra la Corrupción, un funcionario público que está sujeto al principio de responsabilidad previsto en la Constitución, cuya vertiente penal, por cierto, fue declarada imprescriptible por la propia Constitución cuando se trata de delitos de corrupción, como es el caso. Por eso, resulta llamativa e inexplicable la declaración ofrecida por el Superintendente Nacional de Valores en la cual afirma que “los interventores y los liquidadores no son funcionarios públicos, de la Superintendencia, sino que asumen las funciones de administración y función de las referidas sociedades en sustitución de sus accionistas, a pesar de que desde aquí se les hace la designación”. Con este comentario el declarante despachó fácilmente la reprochable actuación de un subalterno suyo, funcionario del Estado, para ubicarlo dentro de la esfera privada.
Esta declaración, que pretendió ser prudente, terminó resultando escandalosa al provenir de un alto funcionario público que, para más señas, es el responsable directo del área, el supervisor inmediato del detenido, quien personalmente designó a ese ciudadano como interventor y quien tiene la atribución de destituirlo. Pero, además, cualquiera que haya observado con imparcialidad el proceso de satanización y desmantelamiento del mercado de capitales en Venezuela, tiene que recordar dos circunstancias que en su momento definieron claramente quién mandaba aquí. La primera fue la impronta de funcionario omnisciente y todopoderoso con la cual el titular de la superintendencia dotó de rauda notoriedad a su cargo y lo impregnó con su sello personal; la segunda fue el acto formal donde resultó ungido, que no fue otro que la promulgación, a partir del 17 de agosto de este año, de la nueva Ley de Mercado de Valores mediante la cual se confirmó la consagración en una sola persona de un poder de control y supervisión tan absolutos y discrecionales que los hace incompatibles con un estado de Derecho. Como anécdota hay que reseñar que hasta el útil y sabio recurso de conferirle ciertas atribuciones difíciles o antipáticas al Directorio quedó sin efecto, desaparecido aquél de un plumazo, tal como lo enrostra el nuevo texto de la Ley.
Nadie discute las razones que pudieron haber causado en un personaje tan “duro” el estado de catatonia y lividez que inspiraron estas declaraciones, las cuales nos mostraron cuán leves pueden ser los pasos que atraviesan un territorio minado; sin embargo, lo mínimo que esperábamos como público era una explicación serena y, sobre todo, firme, que nos aclarara algunos detallitos insignificantes como los siguientes: ¿hubo remoción y sustitución del interventor “caído” o quedó un encargado mientras “se soluciona” el problema? ¿Quién garantiza que ningún otro interventor o liquidador está incurriendo actualmente en irregularidades, prácticas opacas o gastos dispendiosos o injustificados que perjudiquen el patrimonio de los clientes? ¿Cuáles son los controles dispuestos para que en la proximidad de las Navidades el dinero “atrapado” en las instituciones intervenidas o liquidadas le sea devuelto a sus legítimos dueños y no haya riesgo alguno de que sean destinados a bonos, aguinaldos, viajes de funcionarios que “no son funcionarios” y honorarios en dólares a “asesores”? ¿Quién garantiza que el modus operandi de vaciar la cuenta bancaria de una casa de bolsa en el exterior y abrir una nueva bajo el nombre de otra empresa distinta llamada igual, según ha transcendido de la investigación del FBI, es una práctica aislada y empleada únicamente en el caso bajo juicio?
Quienes tienen buena parte de su patrimonio inmovilizado bajo el control del Estado a través del régimen de intervención o liquidación de la institución en la que confiaron tienen derecho a una rendición de cuentas y al pago de sus acreencias, sin excusas, dilaciones ni evasivas, es decir, con la transparencia y diligencia a la que están obligados los funcionarios públicos a quienes les dieron a cuidar dinero ajeno.
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